
ISABELA DUARTE

Cada vez que el mundo se quiebra
ella pone el cuerpo.
Empuja el segundero hacia atrás
como quien mete el mar en un vaso.
Alguien respira.
Un disparo no sucede.
Una vida vuelve.Luego llega la factura.
Primero fue el piano,
después el cumpleaños que ya no recuerda,
luego un nombre propio que se le queda en la punta de la lengua.
El tiempo cobra en lengua materna,
en risas, en olores,
en pequeñas llaves que abrían habitaciones de su memoria.Guarda mechones blancos en frascos de vidrio,
no por vanidad,
por inventario.
En la muñeca, el reloj de su padre detenido,
en la garganta, una plegaria laica,
que el próximo cobro no sea la última versión de sí misma.Aun así, cuando todo se incendia,
Isabela empuja otra vez la puerta del segundo.
No por heroísmo.
Por terquedad.
Porque el precio es alto,
pero más caro sería dejarlos caer.

El olor a papel viejo y café recién molido era lo primero que llenaba las mañanas en la casa de los Duarte. Isabela, con apenas cinco años, aprendía a leer sentada en el suelo de la biblioteca de su madre pasando las páginas con dedos diminutos, fascinada por los cuentos que Alma Romero recitaba con voz de teatro.Su padre el doctor Ernesto Duarte, apenas estaba en casa pero cuando lo estaba, llenaba el comedor de pizarras cubiertas de símbolos extraños, fórmulas que a Isabela le parecían dibujos secretos. Él nunca le explicó del todo en qué trabajaba, solo que estaba estudiando cómo el tiempo a veces se comporta como un niño travieso, corre, se detiene o se esconde donde nadie lo ve.No entendía lo que significaba, pero le gustaba la idea de que el tiempo tuviera personalidad.La noche en que todo se rompió, la lluvia golpeaba los ventanales y el reloj de pared marcaba las 11:57. Isabela jugaba con un colgante viejo de su madre cuando la puerta principal estalló en astillas. Gritos, botas, armas. Ernesto alcanzó a empujarla hacia Alma, que la arrastró por el pasillo. No hubo tiempo para despedidas largas. La madre abrió el armario de la biblioteca, la metió adentro y susurró:—Cierra los ojos, Isa. No los abras, pase lo que pase.Isabela obedeció, pero los sonidos se filtraban igual, voces furiosas, golpes, un disparo. Y entonces silencio. No un silencio normal, sino uno que pesaba. El aire parecía inmóvil, su propio corazón sonaba lejano, el mundo entero se congeló.No supo cuánto duró, cuando volvió el ruido, ya no estaban.La encontraría su tía Lucía al amanecer, con las manos heladas y el colgante aún entre los dedos. Esa misma semana, la niña abandonaría Venezuela rumbo a Florida, llevando consigo una maleta pequeña y una memoria que ya empezaba a deshacerse por los bordes.En Estados Unidos, Isabela creció intentando encajar en un idioma ajeno. Sus recuerdos de Maracay se fueron diluyendo, primero el aroma del café con canela de su madre, luego la risa grave de su padre. A los doce años ya no podía reconstruir sus rostros. Lucía decía que era normal, que los niños olvidaban pero Isabela sabía que no. Aquello era distinto como si algo le estuviera robando piezas internas.Se refugió en el estudio. La ciencia y el crimen eran su territorio, biología, psicología forense, patrones de conducta. Le fascinaban los casos que no encajaban, las versiones contradictorias, los huecos en las historias. Tal vez porque su propia vida era uno.El primer síntoma de lo que realmente era llegó a los catorce años. Una compañera de secundaria, Harper, subió al techo del edificio con la intención de saltar. Isabela fue la primera en verlo y corrió. Estaba a unos metros de la puerta de acceso cuando todo se detuvo.El viento dejó de soplar, un pájaro quedó suspendido en mitad del aire. Harper flotaba, apenas inclinada hacia el vacío con el cabello inmóvil.Isabela no pensó, solo sintió cómo el mundo tiraba de ella hacia atrás. La escena retrocedió unos segundos, Harper aún estaba en el borde. Isabela llegó a tiempo para agarrarla.Nadie más lo notó, nadie más lo recordó, pero ella sí. Y con ese recuerdo, se llevó otro, al día siguiente, se sentó frente al piano y descubrió que no sabía tocarlo.Con los años, entendió su verdad, podía rebobinar segundos o minutos del tiempo pero cada vez perdía algo de sí misma. A veces eran habilidades, a veces recuerdos, otras emociones. Nunca podía elegir cuándo. Su poder se activaba solo en momentos de crisis, como un instinto, el precio era alto, demasiado. Y, sin embargo, nunca dejó de pagar.Siendo adulta, su talento académico y su instinto para detectar inconsistencias la llevaron al FBI. No al ala común, sino a una sección reservada para casos anómalos, crímenes que parecían ocurrir en dos lugares a la vez, víctimas que aparecían ilesas tras haber muerto, testigos con recuerdos incompatibles.En su apartamento de Florida, Isabela vive rodeada de mapas de tiempo, post-its y grabaciones de voz donde se recuerda quién es. A veces despierta con la certeza de que ha cambiado algo en el pasado pero no sabe qué.Ya no recuerda el rostro de su madre, ni la voz exacta de su padre, pero mientras conserve lo suficiente para seguir luchando, lo hará. Porque nadie más merece desaparecer del tiempo.Y porque, aunque no lo diga en voz alta, Isabela Duarte aún cree que hay algo más grande que ella por proteger.

1 . Tiene diarios de tiempo: libretas donde describe cada uso de su poder, con fecha, hora, evento y lo que cree haber perdido a cambio.2. Sueños rotos: a veces sueña con escenas que parecen recuerdos pero que no está segura si realmente vivió.3. Colecciona relojes antiguos: no porque le gusten estéticamente (aunque sí le gustan), sino porque teme que algún día necesitará reconstruir la historia a través de ellos.4. Lleva siempre el colgante de su madre, aunque no recuerda ya de dónde salió ni por qué lo conserva.5. Temor oculto: más que perder recuerdos, teme perder su propia identidad y seguir funcionando como si nada.6. Lengua híbrida: aunque habla inglés perfectamente, en momentos de tensión sus pensamientos vuelven al español.7. Le cuesta confiar emocionalmente: teme que si se enamora, el recuerdo de esa persona sea lo primero que desaparezca.8. Olfato como disparador: ciertos olores disparan lapsos temporales involuntarios.9. Instinto de cazadora: en la escena de un crimen, siempre sabe exactamente dónde mirar primero, como si algo en el tiempo le señalara el camino.
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